Cada verano se repite el mismo fenómeno: titulares que hablan de saturación, vecinos que protestan por la caterva de visitantes y redes sociales llenas de quejas sobre el “turismo invasivo”. Parece que el turismo es el enemigo público número uno. Sin embargo, basta con que lleguen las vacaciones para que todos corramos a buscar vuelos baratos, hoteles con encanto y experiencias “auténticas” en destinos lejanos.
En muchas ciudades, el turismo se percibe como una molestia. Llena las calles, encarece el alquiler y convierte el supermercado del barrio en una tienda de souvenirs. Para el residente, el visitante se vuelve casi un intruso. Pero ese mismo residente se convierte en turista en cuanto cruza la frontera de su ciudad. Entonces exige que lo atiendan bien, que los servicios estén a su disposición y que el destino sea hospitalario.
El turismo es mucho más que fotos y playas llenas. Es empleo, desarrollo y conexión cultural. Millones de familias viven gracias a él. Si lo apagáramos de golpe, muchas economías colapsarían. Lo que molesta no es el turismo en sí, sino el mal turismo: masivo, desordenado, sin planificación.
En lugar de odiar el turismo, quizá deberíamos exigir mejores modelos de gestión: estancias más largas y no solo visitas exprés, diversificar los puntos de interés para evitar la saturación, regular el alojamiento temporal sin ahogar la oferta y educar al turista para que entienda el lugar que visita y lo respete.
Al final, todos queremos ser turistas en algún momento de la vida. La pregunta no es cómo eliminar el turismo, sino cómo transformarlo en algo más equilibrado, que beneficie a todos y no destruya aquello que nos hace querer viajar. El reto está en asumir nuestra parte de responsabilidad: ser turistas conscientes y exigir a los destinos políticas inteligentes. Porque, nos guste o no, el turismo llegó para quedarse… y todos queremos seguir viajando.
*Ricardo Zapata García es Técnico y especialista en Turismo