Estuve dirigiendo la oficina española de turismo en Nueva York de finales de 1995 a comienzos del 2000. Cuando llegué, con 116 pesetas se podía comprar un dólar. La ciudad estaba sumida en una de esas crisis inmobiliarias que ocurren allí de vez en cuando. La oficina ocupaba el bajo del edificio Rolex, en el 665 de la Quinta Avenida con la calle 53 Oeste, al lado de la torre Trump. El contrato expiraba al finalizar el año. Habíamos decidido no renovarlo. Debido a la crisis había mucha oferta a buen precio. Encontramos un magnífico espacio en el piso 37 del edificio de enfrente, el 666 de la Quinta Avenida —si, el número del diablo— con la 53 Este. Al otro lado de la calle se encuentra el MOMA, el gran museo de arte moderno.
Firmé un contrato a 15 años, casi un 30 % más barato por pie cuadrado que el anterior. Nos dieron los primeros seis meses gratis y nos regalaron todas las moquetas y su instalación.
Mientras tanto, mi mujer encontró para nosotros un apartamento en la calle 59—también llamada Central Park South— en el tramo que va de la Quinta Avenida a Columbus Circus. En el piso 14 de un edificio de 15 plantas entre la Quinta y la Sexta Avenida. Era amplio, daba al parque, e incluso tenía un balcón. Fue amor a primera vista. Un amor imposible en una situación normal, pero con la crisis y el dólar bajo, la propiedad prefirió un arrendatario que consideraban serio que dejar el piso vacío a lo mejor unos meses. Allí el mercado se ajusta rápido a la realidad.
Cada mañana, después de mi carrera por el parque, me dirigía a la oficina. Pasaba por delante del hotel Plaza y recorría luego seis manzanas admirando los escaparates más bonitos del mundo. Si levantaba la vista del de Bulgari, en la esquina con la 57 podía echarle una ojeada al Crown Bulding, un edificio modernista de 30 pisos, que acaba de cumplir un siglo. Un par de calles más adelante, en la 55 el hotel Península, uno de los más caros de la ciudad. Cuando llegaba a mi edificio, otro par de calles más adelante, tenía la tentación de volver a casa. Solo por el placer de poder repetir el paseo, o extenderlo otro par de calles hasta el Rockefeller Center, la joya universal del art deco.
Todo eso es historia, o quizás un sueño. El apartamento con la vista más fascinante y cambiante, según las estaciones, está alquilado por más de 20.000 dólares al mes y aquel dólar que se podía comprar por 116 pesetas vale hoy el equivalente a 167, es decir, un euro.
El Hotel Plaza ha sido completamente renovado. Es difícil encontrar habitación por menos de 1.000 euros. El casi anónimo Crown Boulding luce resplandeciente después de que los propietarios mandaran instalar 43 kilos de planchas de oro de 23 kilates en los adornos de la fachada, para dejarlos como estaban cuando se inauguró. Y el Península, que también te carga al menos 1.000 dólares por noche, sigue luciendo su magnífica terraza, que frecuentaba en mi etapa neoyorquina, donde ahora por una copa te dejan sin 30 dólares.
Pero lo importante es lo que no se ve. Vladislav Borodin. Un ruso nacionalizado sueco compró con inversores inmobiliarios veinte pisos del Crown. En siete de ellos se acaba de inaugurar el hotel Aman New York, de la cadena del mismo nombre, de la que también es propietario. Y el mundo hotelero cambió. Son 83 habitaciones. Las más baratas cuestan al menos 3.200 dólares la noche —eso sí, con las tasas incluidas— sin desayuno. Por las que hacen esquina piden 15.000. También cuenta con 22 apartamentos, uno de los cuales acaba de venderse por 74 millones de dólares.
El spa, solo para clientes y miembros del Aman club, cuenta con una piscina interior de 20 metros y con los tratamientos más exclusivos. Para ser miembro del club, solo por invitación, basta con pagar 200.000 dólares de entrada y 15.000 al año.
Al bar se entra por una puerta secreta. Te ofrecen un cajetín para guardar tus botellas si garantizas 5.000 dólares anuales de consumo. Por otros 3.000 puedes alquilar un humidificador para los puros.
En la elegante terraza del piso 14 no se oye el ruido de la calle y se puede ver sin ser visto.
Es el primer hotel de ciudad de la cadena. Están tan seguros del éxito que ya planean otros en Miami Beach y en Beverly Hills.
La cadena tiene su origen en Asia. El primero que abrió fue el Amanpuri en la isla de Phuket, en Tailandia, que se inauguró en 1.988. A comienzos de los 90 tuve el privilegio de pasar allí una semana con motivo del Congreso Asta de agentes de viajes americanos que habían obtenido un precio con un importante descuento. La sensación de privacidad, discreción, servicio y una inmejorable situación es lo que significa para ellos lujo. Hoy cuentan con 34 hoteles, ninguno en España.
El Aman New York es caro, incluso para el “Billionaires Row” o paseo de los multimillonarios, que es como llaman ahora al pedazo de la Quinta Avenida entre el Parque y el Rockefeller Center. Pero al parecer hay clientes. Además de los multimillonarios de todo el mundo, el personal más potente del mundo financiero local se mudó a esa zona tras el 11 de septiembre. Tienen que verse entre ellos en el bar o recibir a sus clientes en el hotel.
He vuelto a hacer el paseo con el temor de que me cobraran solo por mirar los escaparates. Parece que eso sigue siendo gratis, pero no me atreví a cruzar ninguna puerta. Allí los funcionarios con un buen sueldo o la gente simplemente rica no tienen sitio. Mi casa ya no es mi casa y la oficina ha ido reculando hasta territorio más humano.
*Ignacio Vasallo es director de Relaciones Internacionales de la Federación de Periodistas y Escritores de Turismo (FEPET).