El pasado mes de mayo, se aprobó en Francia la norma que prohíbe los vuelos nacionales de corta distancia, aunque con notables excepciones: el viaje debe poder ser realizado en tren en menos de dos horas y media y se exceptúan los vuelos de conexión. Tiene que haber frecuencias ferroviarias a primera hora de la mañana y última de la tarde.

La norma se encuadra dentro de los esfuerzos de algunos países para reducir las emisiones de CO₂, pero parece más cosmética que eficaz. Es sabido que las emisiones de CO₂ procedentes de la aviación representan tan solo un poco más del 2% del total, pero, al contrario que en otros sectores, no paran de subir. Los vuelos afectados, a su vez, significan tan solo un 1% de las emisiones francesas en la aviación. Además, el tráfico aéreo entre París y Burdeos o Lyon y Nantes lleva años disminuyendo.

En España, Iberia ya se ha puesto la venda antes de la herida y ha encargado un estudio a Price Cooper Waterhouse (PwC), cuyos resultados presionan al Ejecutivo para que no imite al francés.

Aquí los vuelos nacionales con alternativa ferroviaria de menos de dos horas y media son los que unen Madrid con Barcelona, Valencia, Sevilla, Alicante y Málaga. En total, unos 60 vuelos semanales, de los que la mitad corresponden al puente aéreo. El estudio asegura que el 40% del tráfico es de conexión. También, innecesariamente, valora la aportación al PIB en 319 millones de euros, 130 directamente y 199 a través del turismo que genera, como si los viajeros que van en tren no gastaran. De nuevo, como en el caso francés, la reducción de CO₂ sería mínima: los vuelos nacionales representan una pequeña fracción del total de emisiones aéreas y por supuesto habría que incrementar la disponibilidad de servicios ferroviarios, especialmente la conexión de alta velocidad con Barajas (Madrid). Al igual que en Francia, el tráfico aéreo entre Madrid y las ciudades mencionadas lleva años disminuyendo.

estela avion

Avión surcando los cielos.

Cada uno interpreta su papel en esta comedia. Los gobiernos de la Unión Europea (UE) saben que es imposible cumplir con las obligaciones impuestas por el plan 2050 de neutralidad en carbono y antes por la agenda 2030 de reducción de un 55% de las emisiones y gesticulan diciendo que ellos hacen lo que pueden. Las compañías aéreas aseguran que, como San Agustín, quieren ser limpias, pero todavía no.

Unos y otras están posicionándose para cuando haya que rendir cuentas. La UE exige a las aerolíneas que empiecen a usar combustibles verdes a partir del año 2025, con un pequeño porcentaje al inicio para llegar progresivamente al 70% en el 2050, pero para ello habrá que producir ese combustible sostenible, garantizar que los aeropuertos contarán con las infraestructuras adecuadas y asegurar a las compañías aéreas que será barato y fácil de obtener.

Estas saben, según los estudios de los que disponen, que el proceso les va a costar 820.000 millones de euros (de 2018) además del billón previsto para las inversiones ordinarias, por lo que van a necesitar subvenciones públicas para acomodarse a lo que esos mismos poderes exigen.

Es cierto que las emisiones han caído fuertemente en los últimos años, puesto que cada generación de aviones consume cerca de un 20% menos de combustible, pero este ritmo es difícil de mantener. Las posibilidades de nuevos tipos de aviones no parecen realistas, e incluso si en el año 2050 las rutas de hasta 1.500 kilómetros se pudieran servir con aviones eléctricos, estas representan tan solo el 20% de las emisiones de la aviación que siguen creciendo a un ritmo superior al de otros sectores.

Actualmente, más de 27.000 aviones surcan los cielos. Según los propios fabricantes serán 36.000 en 10 años y 47.000 en el 2040, aunque cada uno contamine menos, el total no augura nada bueno para el medio ambiente.

Las previsiones de pasajeros son acordes. Los actuales 4.000 millones se convertirán en 10.000 millones en el 2050. Los aeropuertos ya tienen previstas las inversiones adecuadas para atender a las necesidades de semejante crecimiento.

Como las medidas necesarias para controlar las emisiones de carbono son caras, los precios de los billetes tendrán que seguir subiendo para que empresas y administraciones obtengan más recursos. Pero incluso con fuertes subidas la demanda no se verá afectada proporcionalmente porque en realidad vuela solo una pequeña parte de la población mundial que repite continuamente. Los actuales 4.000 millones de pasajeros —que despegan y aterrizan— son en realidad menos de 1.000 millones de personas que pueden y quieren pagar cualquier incremento de las tarifas.

Como dice el más osado de los ejecutivos de la aviación: “volar es demasiado barato”. Solo hay que añadir que sí, pero para unos pocos, tanto en vuelos de menos de dos horas y media como en los que duran más.


*Ignacio Vasallo es director de Relaciones Internacionales de la Federación de Periodistas y Escritores de Turismo (FEPET).