La decisión del Ayuntamiento de Palma de prohibir los alquileres turísticos  en la ciudad es histórica, en el sentido de que es la primera vez que una ciudad importante desde el punto de vista turístico se atreve a tomar una posición clara en la eterna lucha por el espacio a favor de los defensores del terreno y en contra de los invasores.

La Ley del Turismo Balear del verano de 2017 determinó que las condiciones de alquiler en cada zona correspondían a los Consells Insulares y al consistorio de la capital, que ha aceptado claramente el reto. Con esta medida ha tomado la iniciativa en un debate complejo y lleno de matices. Los medios de comunicación nacionales y extranjeros la han acogido sin aspavientos entendiendo que era necesario hacer algo, pero sin estar seguros de que se ha hecho lo correcto, aunque la BBC se mostró favorable y la prensa alemana comprensiva. Los partidos de la oposición se oponen pero sin el entusiasmo que ponen contra otras causas. Las asociaciones hoteleras están de acuerdo pero no aplauden.

El mejor resumen es el de un editorial de El País del 25 de abril “Es dudoso que el modelo de prohibición total sea el recomendable. Pese a las dificultades administrativas y al coste económico de hacer cumplir las normas es preferible un modelo de regulación exigente y riguroso a la prohibición sin más“.

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Bajemos ahora de la teoría a la práctica. Pese a la regulación administrativa, solo 645 pisos se registraron mientras que otros 11.000 se siguen comercializando;  llegaron a ser 20.000, pero las multas descartaron a la mitad de ellos que o bien se retiraron del mercado o pasaron a la clandestinidad. El precio del alquiler ha subido un 40% en los últimos dos años. Un modelo de regulación exigente como pide El País solo ha logrado controlar al 5% de  los regulados. Para hacer una comparación, una comunidad como Galicia tiene registrados casi seis mil pisos para uso turístico. La realidad que ha motivado las quejas continúas de la Federación de Asociaciones de Vecinos es que semejante número de pisos comercializados, con o sin control, constituyen una amenaza a la convivencia diaria. Ruidosas fiestas nocturnas, aumento de la inseguridad, llamadas a cualquier hora al telefonillo, contenedores de basura saturados, ascensores bloqueados y un largo etcétera de inconvenientes que generan frustración en los vecinos, que además se ven impotentes puesto que los Estatutos de las Comunidades de vecinos necesitan la unanimidad para algunas decisiones .

Una regulación exigente y rigurosa debería empezar por modificar la Leyes de Arrendamientos Urbanos y de Propiedad Horizontal para adecuarlas a las nuevas circunstancias permitiendo que se pueda impedir por mayoría de los vecinos el uso turístico. El proceso normativo se haría más concreto a nivel de comunidad autónoma y de municipio, pues parece claro que si Palma puede necesitar la prohibición. Medina del Campo, por ejemplo, podría está encantada  con los pisos turísticos.