Las Islas Lofoten, cuya traducción al español es pie de lince, están situadas al borde de la costa noruega, entre los paralelos 67 y 68, al norte del círculo polar ártico.
Hay un par de miles de islotes, pero solo las seis principales están habitadas por unas 25.000 personas que viven de la industria del bacalao y también de un incipiente turismo. Algunas están comunicadas entre sí por puentes y, a través de uno de ellos, se llega a la costa.
La corriente del golfo dulcifica el clima. Solo en un par de meses, en lo más duro del invierno, las temperaturas medias están por debajo de cero. El resto del año hace un frio relativo, pero nada que ver con los lugares que están a esa altura en América –el norte de la bahía de Hudson–. Lo mismo ocurre con el agua del mar que no se congela y permite, por ejemplo, al vecino puerto de Narvik, operar todo el año.
Parece que esto lo saben bien los bacalaos que migran en invierno desde el mar de Barents y se paran en las proximidades de las Islas Lofoten para desovar. Algunos de los que han hecho el viaje completo y que llegan fuertes por la dureza del viaje, reciben el calificativo de “Skrei”. Se pesca entre los meses de enero y marzo. Cuando se sala ya no se distingue. La pesca es abundante, aunque ya han sonado las alarmas por la sobreexplotación.
Los bacalaos conviven con otras especies y con millones de aves marinas.
La mayor parte de la población se dedica desde hace siglos a la pesca. Algunos barcos hacen el doblete y llevan a turistas a caladeros cerca de la costa donde incluso inexpertos, como yo mismo, pueden, armados simplemente de una caña, pescar cuantos bacalaos quieran, pues los peces se ofrecen voluntarios.
Los bacalaos, una vez descabezados, se abren en canal y se dejan al aire a secar, ofreciendo una peculiar vista en los pueblos de los pescadores. Huelen mal, pero la conocida respuesta local es que huelen a dinero.
Las cabezas se recogen para que se les extraigan las cocochas. La mayor parte de los trabajadores que realizan esa actividad son niños, de ambos sexos, desde los seis años, que con sus pequeñas manos aprenden rápidamente ese arte y llegan a ganar hasta 120 euros a la hora que, con buena educación luterana, no se gastan inmediatamente, sino que los ahorran para, en su día, poder comprarse un barco de pesca, un coche o una casa.
En Oslo, el Gobierno atendió diversas denuncias sobre trabajo infantil, pero decidió desentenderse porque el trabajo no iba en detrimento de la educación y prohibirlo iría en contra de una fuerte tradición local. En total se obtienen unas 80 toneladas de cocochas al año, como indica The Economist en su edición del pasado 17 de abril.
Las cocochas se fríen ligeramente con mantequilla.
Cococha es nuestra versión de la traducción al euskera de barbilla y es la parte inferior de la misma. En algunos idiomas, como el sueco y el noruego, las llaman lenguas y a veces también en inglés, aunque usan igualmente otras expresiones como fishneck, cuello; barbels, barbilla; o incluso dewla, papada. En francés, gorge, garganta, o bien ouies, branquias o agallas, de las que se encuentran próximas. Parece que no todo el mundo es capaz de identificar esa protuberancia carnosa en la parte baja de la barbilla del bacalao o la merluza.
El país donde más se las aprecia es España, a donde va a parar una buena parte de la producción.
Recientemente ha cogido cierto impulso el turismo debido a la magnífica naturaleza casi libre de contaminación. Montañas vírgenes para practicar el alpinismo, glaciares, isletas deshabitadas, grandes playas –eso sí, de mírame y no me toques– y las atracciones típicas de esas latitudes, como el sol de medianoche entre finales de mayo y mediados de julio. Algunos que viajan en esa época aprovechan para hacer una excursión al Cabo Norte, que cuenta con un centro de visitantes en el que te dan explicaciones, y esperas a las doce de la noche con un benjamín de cava, cuando abren las cortinas y ves el sol –si no tienes la mala suerte de que este nublado, como me ocurrió a mí–.
Lo contrario sucede entre los primeros días de diciembre y los de enero, en los que el sol no aparece por encima del horizonte, pero, a cambio y desde noviembre, puedes tener la suerte de admirar una aurora boreal, que es como un concierto de luz en el que las notas, en vez de sonar, caen del tronco luminoso con distintos colores, aunque predominan el verde y el azul. Por supuesto no se compran billetes ni existen horarios fijos. Sale cuando quiere.
También se pueden practicar deportes de invierno como el esquí de aventura. Otros disfrutan con el avistamiento de ballenas.
El turismo cultural lo acapara el museo vikingo de Lofotr, en la isla de Vestvagoy, abierto en 1995 y que incluye la reconstrucción de la mayor casa vikinga conocida, del siglo IX. En su interior se reproducen escenas domésticas. Los empleados, con ropa de época, atienden a los visitantes respondiendo a sus preguntas.
En la zona hay tres pequeños aeropuertos con vuelos a Bodo y, en algunos casos, a Oslo; y servicios de helicópteros y ferries. También se puede ir desde Narvik, que tiene más conexiones.
*Ignacio Vasallo es director de Relaciones Internacionales de la Federación de Periodistas y Escritores de Turismo (FEPET).