Las gaviotas que rondaban el río hacía horas que ya cantaban. Mientras merodeaban las bolsas de basura lanzadas al exterior de los contenedores cercanos, yo despertaba. Había que preparar muchas cosas. O a lo mejor no tantas, pero por si acaso, como siempre: mejor asegurar.
En la sala nos juntamos tres amigos, dos teléfonos y un portátil. Los dos primeros intentaban construir un plan de guerra usando internet, en lugar de largos y viejos mapas que ocuparían el centro de la sala para estudiar la tierra a conquistar. El tercer aparato, para ponerle banda sonora a todo aquello. Alberto se había levantado el primero. La Creedence Clearwater Revival envolvía, por tanto, la estrategia invasora aquella mañana.
Me habían avisado de que lo peor del tráfico de Dublín era entrar y salir. Se invertía casi tanto tiempo para ello como el que nos alejaba de nuestro destino, al otro lado del país. En mi cabeza, recuerdo que pensé en conservar la energía hasta salir de la ciudad pero, contra todo pronóstico, un lago cerca de la cuneta pronto apareció de la nada, llamando nuestra atención y provocando nuestra parada.
Allí seguía saliendo el sol, porque el sol en Irlanda apenas consigue salir realmente. Jugando con cisnes en la orilla, me vi sintiendo un profundo alivio. Allí estaban otra vez mis amigos, a escasos tres metros de distancia unos de otros, dándoles de comer a aquella familia nadadora.
Carretera, aire y verde… ¿(Para) Qué más?
Música. La música siempre era importante. Lo sigue siendo. Lo será siempre. Intentaba que lo parecido a un Batmóvil alquilado sonara a algo. Pink Floyd, Pearl Jam, Arctic Monkeys… Ya todo me traía recuerdos, así que me limitaba a hablar de las canciones, a entrar en el debate de cuáles eran buenas o las que deberíamos versionar, al tiempo que atendía las indicaciones del GPS del móvil.
Volví a ver la sombra negra alada de los cuervos en movimiento entre los árboles. Es de las cosas más bonitas que he visto en mi vida. –Vuela…-.
Ballykeeran, Ballydangan, Ballinasloe… Tras tres despistes, que provocaron otras tres desviaciones del camino, finalmente optamos por apartar del plan el factor discoteca. Los que me conocen saben que la torpeza y el despiste son lenguas madre para mí.
Lo cierto es que no me hubiera importado perderme. Íbamos en dirección a todas aquellas cosas a las que les habíamos cantado alguna vez en nuestras reuniones o en los conciertos en los que más de una vez nos quisieron pagar con bebida… y salimos ganando.
No creía hasta ese día, eso de que hay gente que trae el clima con ellos. Llevaba meses sin parar de llover en todo el país y de repente estábamos en el peaje de un pueblo llamado Kilfenora, donde nos recomendaban el uso de crema protectora. Unos pocos kilómetros más y allí estábamos: Los Acantilados de Moher, extremo suroccidental de Irlanda. Una caída de más de 200 metros que te exponía al frío océano Atlántico y al gigante sol que ahora lo gobernaba.
Me senté. Por mi cabeza no pasó por un instante si mis piernas aguantarían una impresión así. Para entonces, ya estaba sentado con las piernas cruzadas frente a aquel horizonte. La impresión de aquello que físicamente te impide avanzar de un modo tan literal es siempre obvia. Lo primero que conseguí pensar fue en un libro tirado en medio de mi cama, en el que hacía unas noches había leído: “Así es mi vida ahora. Absurda e impredecible. No es absurda por impredecible sino impredecible por absurda. Si perdí el significado de mi vida, quizá lo haya vuelto a encontrar entre la preciada basura desparramada y saqueada.”
Sonreí. Otra vez.
No había mundo más allá y sin embargo, recordé que todavía me quedaban cosas que ver, lugares a los que ir y gente que conocer. O a la que volver a ver. Entre los sueños que se creaban y la precaución de buscar suelo estable, me levanté y regresé a la ruta estipulada.
Tras unas horas caminando la zona a pie, descubriéndola, casi imitando a las vacas desde el exterior de sus recintos, debíamos marchar. Las horas en coche nos esperaban. El camino de vuelta siempre es peor: condiciona el de ida desde el principio en términos de longitud y casi nunca, el final es igualmente atractivo en ambos viajes.
Compramos comida en una gasolinera como si hubiéramos robado cinco bancos del mismo distrito y estuviéramos a la fuga. Las papas fritas, galletas y refrescos iban a ocuparnos gran parte del tiempo del camino a casa de una aventura que empezó con un abrazo entre amigos, que tuvieron la sensación de que habían pasado años sin verse.
Algo que, no preguntes por qué, empieza a sentirse de nuevo.
P.D.: Fue entonces cuando llegamos a la rotonda que aún hoy sigue haciendo preguntarnos: “¿Te acuerdas de aquella vez en Irlanda, cuando alquilamos un coche…?”.
...Pero esa ya es otra historia.