Hasta las décadas finales del siglo pasado la cocina española tenía una pobre valoración internacional. A los millones de turistas que nos visitaban cada año les era difícil identificar cualquier plato que no fuera la paella y cualquier bebida que no fuera la sangría.
Antes era incluso peor. Los cronistas europeos que nos visitaban en los siglos XVIII y XIX echaban pestes de cómo se comía en las posadas españolas.
Pero a partir de los años 70, tras la aparición en Francia de la “nouvelle cuisine” comienzan los movimientos renovadores en el País Vasco. Y después en Cataluña, que han traído como consecuencia la actual valoración de nuestra cocina a la altura de las dos grandes de toda la vida: la francesa y la italiana.
El estudio de esa evolución en el contexto de la historia de España es el objeto del ambicioso libro de María Jose Sevilla: Delicioso, publicado en inglés a la espera de su edición española y disponible en Amazon.
La autora es una de esas personas que, desde la sombra, han trabajado durante decenas de años para que los productos y la cocina españoles levantaran la cabeza y alcanzaran su valoración actual, desde su puesto de responsable del departamento: “Foods and Wines of Spain“ de la Oficina comercial en la Embajada de España en Londres.
Sevilla nos demuestra que "la mejor manera de disfrutar de la historia de España es a través de la comida española y la mejor forma de disfrutar de la comida española es leyendo su narración de la historia”, según señala Felipe Fernández Armesto, el historiador hispano británico autor de: "Food: a History”.
Como la alimentación es inherente al ser humano, la historia de la primera viaja a lomos de la segunda. Desde el paleolítico hasta nuestros días. Incluye los alimentos, la manera de prepararlos: la llamada cocina, la influencia de ambos en la cultura, especialmente en la pintura y en la literatura, tanto la que se escribe con mayúsculas como la que debemos a los cocineros y críticos culinarios.
La cocina española es, como España, una mezcla de culturas, sabores e ingredientes provenientes de los griegos, los romanos, los judíos, los árabes, cuyo mestizaje varía en función del clima, la geografía y el idioma, y da lugar a la inmensa diversidad culinaria, principalmente, pero no solo regional, sino también comarcal.
Sevilla entrelaza hábilmente todas esas variables a lo largo de una narración cronológica que tiene como eje la historia política y social. Todo ello amenizado por las recetas y las reproducciones artísticas significativas de cada periodo.
La primera revolución alimentaria se produce con la llegada de los árabes que, a su vez, habían ido mejorando sus hábitos alimentarios al contacto con las culturas de Mesopotamia y especialmente con la sofisticada de Persia.
Los árabes introdujeron en España el aceite de oliva, el trigo, el arroz, los cítricos, las almendras, la caña de azúcar y los dulces. La implantación del regadío permitió su cultivo en tierras españolas. La cocina de Andalucía, Valencia o Murcia es todavía, hoy día, deudora de esa tradición.
En la Edad Media la religión determina, en parte, los hábitos alimenticios: los musulmanes cocinaban con aceite de oliva, mientras que los cristianos lo hacían, ostentosamente, con grasa de cerdo. En la escala de los productos animales, la parte superior la ocupaban las aves y el cordero seguido de los bovinos. El marrano ocupaba el lugar más bajo.
La realeza y la nobleza se alimentaban de caza y cordero y, en consecuencia, casi todos padecían de gota, mientras que los campesinos comían los escasos productos que ofrecía la tierra y se repartían entre muchos el cerdo anual que sacrificaban en noviembre.
El pueblo pasaba hambre, que duró durante siglos en función de la bondad del clima y de la abundancia o escasez de la cosecha. Los que podían, bebían vino reducido con agua, al menos hasta que Carlos V introdujo en España la cerveza que trajo de su Flandes natal.
La segunda gran revolución es la que se produce como consecuencia del intercambio de productos tras la conquista de América. La patata peruana, que tardó en ser aceptada en Europa, el tomate, los pimientos y especialmente el chocolate mexicano, pasaron a integrarse en los hábitos alimenticios europeos.
En el siglo XVII lo más destacado es la aparición en la pintura del bodegón y la naturaleza muerta en España y en Flandes. Por primera vez el protagonista de una pintura no es la persona, religiosa o no, sino los alimentos.
Los Borbones implantan en la corte las costumbres de su país de origen, inmediatamente adoptadas por la nobleza, mientras el pueblo sigue a lo suyo. Con Carlos III es la cocina italiana, la de su madre, la que se impone.
A lo largo de los siglos XVIII y XIX la cocina que se ofrecía a los visitantes en las posadas era de ínfima calidad, según destacan los cronistas. Por supuesto, en las grandes ciudades aparecen, en general gestionados por extranjeros, algunos restaurantes a imitación de los franceses que se habían abierto en París tras la Revolución, cuando los cocineros de la nobleza se quedaron sin trabajo y los nobles sin cabeza.
Tras la Guerra Civil y sobre todo en los años posteriores, los llamados años del hambre, las cartillas de racionamiento que extienden por toda la península algunos productos como el arroz o el aceite de oliva cuyo uso no era habitual, por ejemplo en Galicia. Se produce una cierta nacionalización de la cocina.
Con la abundancia relativa de los años 70, los cocineros vascos y catalanes se ponen a innovar y preparan la última revolución que empezó en los años 80 de la mano de Ferran Adrià y sus seguidores. A partir de entonces hasta la humilde tortilla de patatas tiene que deliciosa.
Sevilla, que ha publicado anteriormente varios libros sobre la gastronomía española, demuestra no solo un inmenso conocimiento de la materia, sino también la habilidad de trasladarlo al lector de forma amena y apetitosa.
*Ignacio Vasallo es director de Relaciones Internacionales de la Federación de Periodistas y Escritores de Turismo (FEPET).