Como peregrino en su camino, un domingo más he vuelto al mercado de abastos, en este caso, al de Nuestra señora de África de Santa Cruz de Tenerife. Entrar en el ambiente del mercado es como vivir la experiencia de la vuelta al cole, una mezcla de entusiasmo y añoranza de ver que, quizás, estas sensaciones tienen fecha de caducidad en esta etapa de nuestra vida, donde la nostalgia y tradición se juntan siempre con las ganas de cocinar.

No cabe duda de que el mercado es un lugar de peregrinación para todos los que, en su momento, hemos crecido, por nuestro vínculo profesional, con la gastronomía, con la brisa húmeda del amanecer recorriendo tu cuerpo. También, donde parece que formas parte de esas familias que, antes de que salga el sol, ya están montando sus tiendas y mesas para ofertar sus mejores productos.

Particularmente, he vivido el mercado desde muy pequeño, desde el estatus de cliente, pero poniéndome en la piel de los agricultores, pescadores y ganaderos que tanto me han enseñado a lo largo de mi vida
 

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Mercados y gentes de quienes me he enriquecido, también, de valores y virtudes como la constancia, sacrificio, dignidad y humildad. Basta con visitar el mercado de cualquier ciudad para darte cuenta de que entras en otra dimensión, una dimensión que cambia y varía dependiendo de la temporada en la que te encuentres; la mezcla de colores y olores que invaden tus sentidos, exposiciones veraniegas, primaverales, otoñales o de invierno que marcan los estilos y líneas de vivir la cocina tanto profesional como particular. El trato directo con quienes cultivan, pescan o los que te preparan con sus propias manos un queso autóctono de la zona.

Basta dar un paseo matinal por un mercado de abastos, para darse cuenta de que tu cuerpo y alma pueden trasladarse a un lugar difícil de encontrar en otro ámbito que no sea este, donde la gente coincide con vecinos y amigos; donde nuestros abuelos y abuelas comparten su tiempo de la mano; donde los niños no patalean, simplemente observan; donde la suma de tu compra, en algunos puestos, aún se hace con papel y lápiz; donde los productores y vendedores tratan de sobrevivir en un mundo de consumidores de a pie en peligro de extinción; donde los gritos de los vendedores son los únicos en este universo que te hacen sonreír; donde los olores a especias, a pescado fresco, ajos y cebollas valen más que un aroma a flores artificial de centro comercial o grandes almacenes.
 

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Los mercados de abastos pertenecen a un ambiente social que ha hecho crecer las economías del mundo. No nos olvidemos de que los primeros mercados de la historia eran espacios donde el trueque, intercambio de bienes u objetos por otros llevó a desarrollar códigos de comercio y que, con la aparición del dinero, llegó la creación de empresas locales, nacionales e internacionales. Hay tanto que agradecer a los mercados y sus gentes, que debería ser de recibo la ayuda incondicional que podemos hacer entre todos para que no desaparezcan.

Es fácil descifrar que algunos están a punto de cerrar porque no llegan a final de mes, quizás sus tierras, actualmente, no producen suficiente para cubrir gastos, dado el alto precio para mantener sus productos y procesos de crecimiento. Maquinaria agrícola o ganadera que tiene el valor de la nada y la falta de ilusión de muchos han dado paso a la mera acción de supervivencia. El mercado está plagado de familias donde es muy difícil encontrar miembros de piel sana y fina, más bien quemadas del sol, arrugadas por los fríos invernales y manos cortadas por los cayos endurecidos que el campo produce con el tiempo. Ganaderos, agricultores y pescadores cada vez más ahogados por un sistema que carece de leyes que los protejan, por la falta de legislaciones y políticos valientes que se atrevan a defenderlos ante las macroempresas y multinacionales alimenticias que empiezan a dominar los consumos de esta sociedad.
 

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Solo hay una opción para seguir ayudando a que los mercados no desaparezcan y no es otra que, dentro de nuestras posibilidades, sigamos comprando en ellos un trozo de queso, un vino local, un kilo de papas, la fruta del día, una barra de pan, un manojo de plátanos, un kilo de sardina o cualquier otro producto, incluso tomarse un café en cualquiera de sus espacios gastronómicos. Cualquier cantidad, cualquier acción de consumo en cualquier momento en el mercado, será sinónimo de agradecimiento a esas personas y familias que siempre han cuidado de nosotros generación tras generación y quizás con un granito de cada uno de nosotros podamos seguir disfrutando de este tipo de espacios, en grandes ciudades, durante algún tiempo más.