Los Ángeles (LA, California) es la única ciudad del mundo en la que por la noche, junto a los camiones de la basura, pasan las máquinas de borrar recuerdos —lo he plagiado, pero no me acuerdo de a quién—. Allí no hay pasado. Solo existe el futuro. Ya nadie se acuerda de que fue una ciudad española y es natural, puesto que el gobernador Felipe de Neves la bautizó en 1781 con el nombre de 'El Pueblo de Nuestra Señora la Reina de los Ángeles del Río de Porciúncula', ni de que la heredaron los mexicanos y, ahora, es americana. Los emigrantes judíos europeos, que habían huido de los progroms, la transformaron sustituyendo el petróleo por los sueños que se olvidan cada mañana.
Los Zukor, Mayer y Warner vinieron a partir de 1911, a fundar los estudios MGM, Paramount y Universal Columbia. Luego, apadrinados por Lubitsch, llegaron los Wilder y demás que escapaban de los nazis.
LA no es una ciudad para ir una semana y no volver. Te llevarías una falsa impresión de sitio difícil porque, para empezar, ni siquiera es una ciudad, sino un conjunto de pueblos en los que se hablan diferentes idiomas. Pasas de México a Armenia o de Irán a China sin solución de continuidad y, al fin del día, tienes que escribir lo que has hecho antes de que pase la máquina.
Hay tal cantidad de gentes de origen diverso que, si los sumas, salen más de los tres millones de personas que tiene la ciudad o más de los veinte del gran LA.
Llegas al aeropuerto, alquilas un coche y ya no te bajas hasta que lo devuelves en el mismo sitio. Conducir es fácil: las largas avenidas y las autopistas te permiten desplazamientos de decenas de kilómetros cruzando la ciudad, casi siempre en dirección este-oeste.
Uno de los viajes más interesantes fue el que hice en el otoño del 87 para integrarme en la comitiva de los Reyes, que recorrían los lugares de mayor tradición hispana en el oeste de Estados Unidos. Tras una estancia en Houston, terminamos en LA donde nos esperaban unas interesantes jornadas.
Toda la comitiva, más algunos como Plácido Domingo que se habían apuntado a la fiesta, nos alojamos en el hotel Century Plaza, un edificio de treinta pisos, el único rascacielos de la zona, en la bien llamada Avenida de las Estrellas, a un paso de Santa Monica Boulevard y a tiro de piedra de Rodeo Drive, en Beverly Hills, que se llama así solo para confundir, porque es uno de los pocos lugares en los que se puede pasear y, si se dispone de los recursos necesarios, entrar y comprar en las tiendas de lujo, pero de lujo de verdad, ese de los relojes llenos de diamantes.
A las 7.42 de la mañana del 1 de octubre, me encontraba en el lobby del hotel de charleta con los periodistas, dispuesto a salir para mi running matutino, cuando el suelo empezó a bramar y alguien señaló que el metro era demasiado ruidoso. Como en LA no había metro, di la voz de alarma: "Es un terremoto, vamos a cubierto", y me lancé hacia el dintel de la puerta de entrada como mandan los cánones. Solo después me di cuenta de que las puertas eran de cristal, pero no se rompieron. Todo eso en los 15 segundos que duró el principal, seguido de otros 12 menores antes de las ocho. No le di más importancia y salí a la calle a ver el resultado. Ya se sabe que en LA los terremotos también cumplen la función de acelerar el borrado de la memoria, desorganizando todo lo exquisitamente organizado desde el día anterior.
Efectivamente, el destrozo había sido grande: pasos elevados en las autopistas urbanas derrumbados, coches engullidos por los socavones y seis muertos y 200 heridos. Al regresar al hotel, mi mujer me contó la aventura de bajar a pie los 23 pisos desde la planta en la que estábamos alojados y la experiencia de verlo en directo en televisión, con el presentador agachándose debajo de la mesa para seguir transmitiendo.
Nunca supimos qué hicieron con los Reyes y con Fernández Ordóñez, que estaban alojados en la planta 30 del edificio.
Al día siguiente, estábamos invitados a casa de Alana Ladd, hija de Alan. Como todos los cuadros estaban torcidos nos comentó riendo que ya no se molestaba en ponerlos rectos.
Desde el hotel, hay que mirar solo al oeste y ligeramente al norte. Arriba, las Hollywood Hills y los Estudios Universal, antes el Teatro Chino, con las famosas huellas, y al oeste, camino de mar, se empieza por Brentwood, barrio de ricos en el que se encuentra el obligatorio Museo Getty. La colección es sublime y, como en tantos museos, hay obras procedentes del expolio.
Al final, la mítica Santa Monica con Pacific Palisades y Malibú, donde están las mansiones sobre el mar y las colinas, entre las que destaca el otro edificio de la Fundación Getty, que alberga las colecciones etruscas griegas y romanas. Y arriba Mulholand Drive, la serpenteante carretera costera protagonista de tantas películas.
Si llegaste por Santa Monica Boulevard, tendrás que volver por Sunset Avenue y habrás completado el círculo con una fantástica colección de posibles experiencias que olvidarás por la noche.